Noche. En la medida que los minutos pasan, la dorada luz del sol se mezcla con el gris de las cargadas nubes, y tiñen los cielos de un púrpura carmesí, solamente interrumpido por las siluetas de árboles, casas, edificios. El aire se torna tibio y como en suspenso: no hay brisa, no hay ráfagas. Está ahí, flotando, sin movimiento aparente o perceptible. Las horas pasan sin que esta pintura cambie en absoluto sus tonalidades. No hay luz de luna, no hay cambios en la oscuridad o en el nivel de luz; por un momento, si sólo mirásemos el cielo, parecería que el tiempo se detuvo, que el mundo está en pausa.
Sin embargo, esto es tan sólo un epílogo. Como el telón del escenario. Sin mediar opertura, sin mediar instrumentos, de pronto oigo en el techo un leve sonido. Y otro. Y otro más. Y se van multiplicando por montones, primero de forma tenue, luego algo más agresiva, y finalmente desaparecen. Y vuelven a aparecer, ahora con mayor intensidad. En esta ocasión, pareciese que no van a ceder. Aquellos pequeños sonidos sobre el tejado, antes separados y sin ritmo, gradualmente comienzan a hacerse y tornarse más intensos. Decido apagar la luz artificial, aquella que quiere ser tan dorada como la solar pero que dista mucho de conseguir ese fulgor. Mis ojos, si bien abiertos, ceden su espacio a mis oídos, a mi piel, a mi olfato. Y puedo percibir que ahora sobre el tejado hay una marcha, un ejército marchando sobre este pero sin avanzar, sólo dejando huella y dando paso al siguiente paso por ser dado. Y puedo sentir en mi piel como un suave y frescamente gélido soplido se cuela entre las rendijas de mi ventana, y acaricia el dorso de mi mano, mis mejillas, la punta de mi nariz. Y en ellos, traen mensajes del ambiente, nuevos aromas, fragancias de la naturaleza: tierra húmeda, pasto mojado, aire limpio.
Mi cuerpo está quieto. No está oscuro; el tinte rojizo ilumina, aunque levemente, los cuatro muros que me rodean. Y como haciendo eco de la marcha en el exterior, mis músculos hacen causa común con los marchantes y comienzan a relajarse, invitándome a recostarme. Decido aceptar la invitación, y miro hacia el cielo, a pesar de la interferencia que hay entre mi cuerpo y este con el techo que me cobija. Y me recuesto con los brazos extendidos a cada lado, como si estuviera innatamente invitando a ese ejército a venir a mi, a recibirle en un abrazo, a cobijar su llegada. La marcha sigue, el ritmo es cada vez más claro. Inclusive, hasta podría pensarse que algo están diciendo, o algo quiero decirme yo. En ese espacio de conexión con los sentidos, con lo más fino que provee nuestra madre, mil pensamientos cruzan mi mente, exigen mi atención y mi tiempo, mas decido en una fracción de segundo dejarlos pasar. Hoy no quiero llevar el pandero, hoy no quiero dirigir al ejército, hoy no quiero luchar. Hoy quiero recibir a los pequeños soldados que provienen del encuentro entre la luz y las nubes, y el mensaje que su marcha entrega en mi. Nada más. Hoy no quiero pensar en ti ni en lo que pasó, pudo pasar, pasará o no pasará. Hoy no quiero pensar en lo que hay que hacer, en el cómo, en el cuando, o en el quien. Hoy no quiero pensar en lo pendiente ni en lo pensado. Hoy, ahora, quiero lluvia. Y quiero mucha. De esa que viene a visitar con su mensaje de marcha natural, melodía sinfónica gratuita y accesible por cualquiera que la quiera oír. Hoy quiero tan sólo estar aquí, ahora. Conmigo.
Me sentí tan reflejada en algunas partes especificas de tu escrito...
ResponderEliminarun abrazo... sigue escribiendo... por fa!