miércoles, marzo 28, 2012

"Discriminación" y "Tolerancia"... ¿Dónde queda la "consecuencia"?

discriminar.
(Del lat. discrimināre).
1. tr. Seleccionar excluyendo.
2. tr. Dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.

tolerar.
(Del lat. tolerāre).
1. tr. Sufrir, llevar con paciencia.
2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.
3. tr. Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina.
4. tr. Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

Fuente: RAE

Lamentáblemente, el día de hoy nos vimos enfrentados a una triste (pero ya prácticamente inevitable) noticia: el fallecimiento de Daniel Zamudio, el joven gay que fuera brutalmente apaleado por un grupo de jóvenes que consideraban su opción sexual como "un error", y decidieran "castigarle" por ello. Ante esto, las redes sociales y el comentario nacional explotó al unísono reclamando contra este acto de "discriminación e intolerancia", desplegando campañas y peticiones de leyes anti-discriminación y repudiando tajantemente este tipo de actos.



Hasta ahí, todo bastante bien, estamos todos bastante de acuerdo... pero... ¿Tanta gente está genuinamente preocupada por la discriminación y la intolerancia? ¿En serio?


Ahí es donde empieza a incomodarme un tanto el tema. ¿Le suena extraño? Haga un ejercicio simple: salga a la calle y observe, escuche. Párese en un paradero de micro donde confluyan representantes de todos los NSE (Nivel Socio-Económico). Observe cómo se miran entre ellos. Observe que pasa cuando uno de estos pone su música a todo volumen en la micro, se baja. Lo que comentarán los otros más tarde ("flaite y la $?#@$"# apaga tu música"). Fíjese lo que dice la gente cuando ve a alguien con sobrepeso o demasiado delgado. O muy chico. O muy alto. O de tez muy oscura o clara. O tantas otras. O cómo se sulfuran los ánimos cuando alguien simpatizante de la derecha hace un comentario X y le cae el cartel de "facho" como si fuera un reflejo condicionado (o "comunacho", en el caso opuesto). ¿Y dónde quedó la tolerancia ahí? ¿No que "no a la discriminación"?


Como leí en Twitter hoy, "twittear que no a la discriminación y la intolerancia, y luego insultar a Hinzpeter por "judío", o a Zalaquett por "turco" " es un doble estándar muy clásico de nuestra idiosincracia. Revolucionario de la boca para afuera, neutral de la boca para afuera, con la expresión pública que dice mucho, pero que en el fuero interno se contradice. Y va desde cosas leves hasta casos bien extremos.


Y ojo: esto nos toca a todos. Aquí a todos les queda el sombrero. Y si no lo cree así, espérese a ver el próximo partido Chile - Perú, o a la nueva noticia de farándula sobre Kena Larraín. Veamos si se "salva" de lo antes expuesto.


Que no se malentienda: todos podemos tener opiniones, perspectivas, ideologías y posturas distintas. "En la diversidad está el gusto", estamos más que claros en ello. Nadie espera que todos pensemos igual, porque -además de utópico- sería una lata. Sin embargo, eso no implica que nadie tenga el derecho o la atribución de aplicarle etiquetas descalificadoras al que piensa distinto, como si fuera máquina etiquetando envases. Respete y será respetado. Tolere si quiere tolerancia. No discrimine si quiere hablar de ello. Pero sea consecuente con lo suyo, no sea hipócrita. Porque eso es peor que ser discriminador o intolerante, pues le suma el cinismo.


Que el fallecimiento de Daniel Zamudio nos recuerde a fuego que la "discriminación" y la "tolerancia" de la que tanto algunos se llenan la boca (o los teclados) es de dos vías, y no sólo en temas como la orientación sexual. Cotidianamente la discriminación y la intolerancia hacen nata, y el respeto por el otro más parece mito urbano que un valor básico del ser humano. La educación esencial parte por casa, por uno mismo, en el trato hacia los otros. Por favor, sea consecuente, y no sea parte de las "masas" que siguen el tema de turno y ahí se manifiestan, pero apenas salga otro, habrán cambiado el switch a ese nuevo tema.

Gracias.

martes, marzo 27, 2012

Expedición a las Sombras - I

[8vo y último por ahora, hasta que encuentre otros publicables. Este es un fan-fic de un juego online.]

Clank, clank, clank.

Paso a paso, los pesados metales de las armaduras resonaban al chocarse hombreras con pecheras, botas con rodilleras, y así sucesivamente. Cuatro hombres observaban, a pocos pasos de distancia, la fornida espalda del jóven guerrero que había solicitado sus servicios por medio de considerables sumas de oro. A más de alguno les sorprendió el ver a tan jóven luchador pararse frente a ellos de igual a igual, ordenándoles seguirle, y viendo como sus carcajadas de respuesta eran silenciadas por el tintineo de las monedas doradas que caían en sus manos.

- Osado el mocoso -murmuró ShakaZulu a su colega Borborius- pero se ve que es un guerrero entrenado.
- Tienes razón, Zulu -sonrió Borborius- esto puede ser interesante.

Pasos más atrás, dos ancianos, cubiertos de trapos y acompañando cada pisada con un largo bastón de madera, escuchaban los comentarios de los mercenarios. Entre sus ropas cargaban pequeñas bolsas con hierbas de distintas especies, y pociones variadas. 

- Ojalá su osadía no se transforme también en estupidez. No quiero tener que usar todos mis recursos en una tropa de estúpidos suicidas.
- Si usas todos tus elementos, es porque has perdido el toque, viejo inútil -rió Icónicus, mercenario curandero, respondiendo a las palabras de Asumáricus, su quinto hermano. En algún momento fueron fieros combatientes y honrados continuamente tras las batallas del Imperio; ahora, sólo eran dos viejos y menospreciados mercenarios ancianos.

El grupo avanzaba a paso seguro y firme en dirección a los Bosques Oscuros. Horas antes, el gordo Tabernero había colgado en la entrada de su posada una misión bien recompensada, solicitada por una noble familia, para rescatar a uno de sus sirvientes más preciados. Este había ido en busca de maderas especiales de los Bosques Oscuros, y nunca regresó. Ante esto, el guerrero Arthorius vió una excelente oportunidad de ganar fortuna y fama, para mejorar su entrenamiento y sus armaduras en pos de coronarse como el campeón de la Arena, dentro de su categoría.

Poco a poco, las elevadas copas de los árboles se hacían más presentes e imponentes. Arthorius detuvo su paso en seco, y cogió su espada desde su cinto.

- Huele a sangre -comentó- Mercenarios, preparaos. 

Borborius se situó frente a su empleador, y Zulu a uno de sus costados. Un poco más atrás, los dos curanderos preparaban ya sus pociones y conjuros en caso de cualquier ataque. Lentamente, y en esa nueva formación, atravesaron los grandes Troncos Cruzados, una formación natural de árboles que señalaba la entrada al Bosque. A los pocos pasos de haber entrado, el olor a sangre se hizo cada vez más notorio y penetrante.

- Mire, mi señor. Veo sangre en ese árbol -señaló Zulu.

Arthorius observó el árbol con cuidado, y tras este, pudo apreciar el desgarrado cadáver de un jóven con precarias vestimentas. A su lado yacía una pila de maderos. 

- Maldición -exclamó Arthorius- el bastardo ha sido asesinado. Tendremos que llevar su cuerpo a sus patrones para cobrar el dinero del rescate solicitado.
- Essssssso... ¡SI LOGRAN SALIR DE AQUÍ! -gritó alguien, oculto entre los arbustos. Arthorius y su grupo reasumieron la formación de combate, y observaron los alrededores. A pocos metros del cadaver, un calvo forajido se hizo ver, las manos cubiertas de sangre y la boca también.

- ¿Pero que demonios? -se sorprendió Arthorius, robando las palabras que sus cuatro mercenarios pensaban en ese segundo. Sosteniendo firmemente la espada, observaron tensamente las acciones de su sorpresivo enemigo.

- El maldito idiota no quisssso entregarme sussss pertenenciasssss... ¡Y PEOR AÚN, QUISO CORRER! No me dejó otra alternativa QUE TRATARLO COMO UN SUCIO PERRO... bwaaaHHAhAhahAHahAHA -rió el Asesino.
- Por tu estupidez hemos perdido una misión -sonrió Arthorius-. Pero no está todo perdido. Si llevo tu cabeza a los dueños del bastardo que asesinaste, mi recompensa se verá multiplicada. ¡Prepárate a morir!

El guerrero sacó a relucir todo su entrenamiento, basado en las legendarias artes Espartanas, y se lanzó en frontal ataque a su rival. Rápidamente lanzó una estocada a su flanco, mas el asesino la evadió con relativa facilidad. Sin dar pié a descanso alguno, Arthorius giró sobre sus talones y arremetió nuevamente, siendo esta vez detenida su estocada con el filo de dos cuchillas que portaba el calvo agresor. Borborius extrajo su tridente e intentó atacar al asesino por la espalda, rasgando las ropas de este y rasguñando su piel, lo que enfureció a su enemigo. ShakaZulu por su parte lanzó un fuerte martillazo sobre la cabeza del agresor de su amo, pero el movimiento fué demasiado lento y muy fácil de evadir por el asesino. Rápidamente, este dió dos saltos sobre sus manos y se alejó unos pasos del grupo.

- Veo que no vienen con juegossssss ¡LOS BASTARDITOSSSSS!... pero eso PRECISAMENTE es ¡¡¡LO QUE ESTABA BUSCANDO!!!

Riendo con una tétrica carcajada, el asesino lamió las hojas de sus cuchillos y se lanzó sorpresivamente sobre Icónicus. Borborius se lanzó a interceptar el ataque, pero pronto comprendió que este era solo una finta. Antes de poder reaccionar, las dos cuchillas del asesino se habían clavado en sus muslos y habían desgarrado su carne, abriendo dos grandes agujeros de los cuales comenzó a brotar la sangre en gran cantidad, haciéndole caer de rodillas al suelo. ShakaZulu se quedó atónito, y por poco recibe un corte en el cuello, si no fuera por la ágil intervención de Arthorius bloqueando la daga rival. Asumáricus rápidamente corrió hacia Borborius a curar sus heridas, pero fue interceptado por el asesino que ya se había alejado de Arthorius. Tomando la mano del anciano, giró el brazo hacia su espalda haciendo crujir su hombro y neutralizando su brazo derecho por completo. El anciano, gritando de dolor, cayó al piso y comenzó a revolcarse, intentado aplacar de alguna forma el profundo sufrimiento que le producia la acción del loco asesino, quien cada vez que infligía algún daño reía más y más fuertemente.

Arthorius volvió a arremeter hacia el Asesino, y esta vez consiguió clavar la hoja de su espada en el brazo de su rival, que soltó un alarido de dolor. "Lo tengo" pensó el guerrero, cuando de pronto sintió un sorpresivo frio en el estómago. El alarido del asesino había desaparecido y en su lugar una sonrisa se dibujaba. 

- Pensaste que me tenías... ¿NO, IDIOTA? -rió. En el vientre de Arthorius una de las dagas se encontraba clavada en su totalidad, y la sangre teñia la tela de su armadura de un intenso carmesí.
- Mal...dición... ¿Esto... esto era... esto era todo lo que podía hacer? -pensó, y cayó de bruces al piso. El asesino extrajo la daga de su vientre y lamió nuevamente el líquido que en esta se encontraba impregnado ahora.

- Mierda -murmuró Zulu, y luego miró de reojo a su compañero curandero- Icónicus, sólo estamos nosotros ahora. ¡Nuestra única oportunidad de sobrevivir es combatir juntos! Prepara tus---
- ¡A TU DERECHA! -gritó Icónicus, pero Zulu no alcanzó a reaccionar. Las filosas dagas del asesino se clavaban en las palmas de sus manos y le hacían soltar el martillo, que cayó sobre sus pies quebrando sus huesos. El africano combatiente perdió toda noción del momento sucumbiendo ante el dolor. A su lado, Borborius yacía inconsciente, sobre la suave alfombra roja que su sangre había hecho en la hierba bajo él. Icónicus, por su parte, tropezó con sus propias ropas al querer escapar, y sintió como el pestilente aliento del asesino se acercaba cada vez más a él. Esperando su muerte, se sorprendió cuando el asesino dio la vuelta y se dedico a cortar y desgarrar la carne de los brazos, piernas, espaldas y vientres de los caidos guerreros y de su hermano Asumáricus. La escena era terrorífica, y en varios momentos sintió que se desmayaría, pero el mismo terror le mantenía consciente y atrapado en la escena. Cuando el desquiciado asesino sació su sed de sangre, y nuevamente había teñido su boca con la sangre de sus nuevas víctimas, guardó sus dagas nuevamente en sus fundas y se acercó a Icónicus.

- Te voy a perdonar LA VIDA, bastardo... por hoy ya he BEBIDO SUFICIENTE. Eres AFORTUNADO, ¡AGRADECEME! - dijo. Icónicus intentó coger su bastón, y el asesino pateó su cabeza fuertemente, dejándolo totalmente inconsciente. Icónicus vió como su vista se nublaba, y terminaba observando el cielo entre las tupidas hojas de los árboles que le rodeaban. Un poco más allá, Arthorius intentaba ponerse de pie. Colocando su mano en su vientre e intentando detener la hemorragia, se arrastró hacia Icónicus para despertarle. "Hoy me habeis rechazado en tus dominios, oh Plutón, y hoy os he fallado, Marte... mas no será este mi fin... ni será esta mi última historia" murmuró, antes de perder el conocimiento definitivamente, mientras Icónicus rápidamente comenzaba a trabajar en la herida de su vientre.

Una tarde

[7mo escrito recuperado. Este fue participante de un concurso de literatura en mi colegio, y quedó entre los 3 ganadores de dicha competencia.]

5 de la tarde; el lugar, una estación de tren subterráneo (o “Metro”). 

La situación es algo incómoda, pues es el entorno de un antiguo (pero no por ello menos intenso) recuerdo. Si bien ya son 2 años de ello, la imagen está tan viva como si hubiese sido hace 1 minuto. Afortunadamente, esta vez la ocasión es mucho más favorable que en aquel entonces. Los autos pasan con gran frecuencia por la avenida que está al costado, aunque irónicamente, de la misma forma que esa vez. La noche se va aproximando a pasos agigantados, a la vez que los colores de la acera también van cambiando sus tonalidades al encenderse el alumbrado público. 

Celular en el oído buscando el horizonte, y en él, aquel rostro que estaba esperando. El tiempo se detiene y se congela al cruzar sus ojos la línea visual de esos ojos que tan bien conocía, en tantos momentos diferentes de su vida: en celebraciones, en momentos serios, en funerales, en el umbral escondiéndose de la lluvia, en la intimidad y hasta en la misma oscuridad. Podía apreciar también como aquellos ojos le observaban de la misma forma, justo como ese día, ese dichoso día… ¿Habría sucedido otra vez? O más bien, ¿estaría sucediendo de nuevo? ¿Cómo sería posible? ¡Ya habían pasado 2 años! 

Las cosas eran tan distintas. Ella no apartaba los ojos de él, hasta que poco a poco estuvieron frente a frente, igual que en aquella vez, bajo esa misma tensión que produce el saber lo que se dirá aún cuando no se ha dicho. Él decidió romper el silencio: 

-“Es lo que yo pienso, ¿no?”.
-“Si” -respondió ella, y tanto la seriedad de ambos como el ambiente mismo se encontraban igualmente tensos que las amarras de una pesada carga. 
-“Estoy ciento por ciento segura” -dijo, tajantemente. Él cerró los ojos y bajó la cara. 

Las lágrimas que brotaron de sus ojos, junto con las que ya rodaban por las mejillas de ella se hicieron marcadamente notorias. “¡Ya tengo 1 mes!” exclamó ella, desatando finalmente la alegría contenida de ambos. El la abrazó fuerte y cálidamente, mientras que bajo la luz del foco sobre sus cabezas, sus dorados anillos relucieron, fervientemente.

Micro

[6to texto de la recuperación. Este salió publicado en un diario universitario, por ahí durante el 2008, como ganador de un concurso de cuentos cortos.]

El tránsito estaba bastante conflictivo a esa hora. Subirse a una micro era casi auto condenarse a una pequeña prisión móvil. Lamentablemente, debía hacerlo, no existía otro medio de llegar donde la Javi. Me armé de valor y, asegurándome de tener todo cuanto bolsillo y cierre llevara conmigo, tanto en la ropa como en mi mochila, bien cerrado, alcé mi brazo y le indiqué al “querido” conductor que requería de sus servicios. Obviamente, este caballero se sumó a la mayoría de sus colegas y sus graves problemas visuales, haciendo caso de mi señal una cuadra más allá desde donde yo le señalizara. Corrí para alcanzarla y subí por la puerta trasera. Una vez arriba, me senté en la escala, en un pequeño espacio que quedaba entre las piernas de unos tipejos de no muy buena presencia. Más adelante, una señora de considerable humanidad miraba con cierto desprecio a estas personas. El sueño pesaba sobre mis ojos. Observé como una mano extraña se introducía en la cartera de la señora, y extraía una pequeña billetera negra. Me puse de pie dispuesto a socorrer a la dama, aun cuando su presencia no me era realmente grata, y sentí como sujetaron mi brazo. Una voz me susurró “flaco, te moví y te morí”. Por lo visto no era el único en darme cuenta de la acción. Un par de ejecutivos, más adelante, se pusieron de pie acercándose donde estaba yo. Me tomaron por los brazos y me encararon.

-¡Suelta la billetera!

-¿Billetera? –respondí asombrado, al ver que los tipejos no estaban- yo no tengo nada!

-¿Ah no? –dijo el otro- ¿y esto que es? –dijo extrayendo de mi bolsillo la dichosa billetera. Yo estaba atónito. El chofer paró la micro y llamó a unos carabineros. Me esposaron y me bajaron. ¿Qué carajo? ¿Qué hacía yo en una patrulla? ¿Y ahora que hacía yo? 

En eso, la micro dio una fuerte frenada. Al golpearme contra la baranda me desperté. Que alivio, todo era producto del cansancio. Levanté la vista y vi una mano entrando en la cartera de la señora. Ahí fue cuando decidí meter mis manos en mis bolsillos, y encender mi walkman...

Dos Caballeros

[5to texto, uno de los más extensos, dentro de una temática que me caracteriza.]

Cierto día, dos jóvenes aspirantes a Caballeros de la Corona ingresaron a la tienda del maestro forjador de la Ciudad. A pesar de sus largos años y su entrelazada barba blanca, en contraste con su notoria calvicie, el Artesano jamás había podido ser superado en sus habilidades por ningún otro joven forjador o herrero de todo el Reino. Sus manchadas manos se conservaban firmes y seguras, al igual que sus brazos, y su vista era tan perfecta como la de cualquier águila.

Ambos jóvenes eran casi totalmente diferentes el uno del otro. El primero, de blanca tez, cabellos color castaño claro, ojos azules, de alta figura y sonrisa reluciente, venía acompañado de dos sirvientes que portaban las riquezas de su Padre y la brillante armadura de oro y plata que le fuese regalada y destinada desde el minuto que nació en adelante. Con menosprecio observó las distintas armaduras forjadas por el herrero, y rió al ver las abolladuras de algunas en proceso de reparación así como la pobre vestimenta del artesano, comparándolas con sus vestimentas hiladas en seda e hilos de oro.

El otro joven, si bien de la misma estatura que el primero, era casi diametralmente opuesto a su congénere. De oscuros cabellos negros, brillosos pero algo húmedos por la transpiración del trabajo arduo, de pardos ojos brillosos, tez trigueña mezcla de las largas horas al sol y de la misma tierra que levantaba al caminar o portar cargas sobre sus hombros, vestía ropas comunes de todos los habitantes del lugar; en sus manos se apreciaban cicatrices obtenidas, probablemente, en sus largos entrenamientos y trabajos cotidianos, y su sonrisa, si bien alegre, era opacada por completo con las resplandecientes vestimentas y joyas del refinado joven que entrara a la tienda junto con él. Sobre sus hombros, llevaba un enorme saco de apariencia muy pesada y desgastada.

Colocándose dos guantes de seda antes de posar las manos sobre el mesón, el primer muchacho clamó por el herrero.

-¡Hombre, ven aquí! –le ordenó al anciano, llamándolo con una seña de la mano.
-Dígame, Señor, en que puedo servirle –replicó el artesano.

Con otra seña, ordenó a uno de sus pajes cubrir el mesón de madera con una tela roja de suave contextura, y sobre ella, la reluciente armadura.

-Quiero que perfecciones mi armadura, anciano. Quiero que la hagas más hermosa aún de lo que ya es, y que grabes en ella el escudo de armas de mi familia, en oro.
-Carezco de dicho material, mi Señor –respondió el anciano- mas puedo ofreceros un endurecimiento de sus capas y un refortalecimiento para una mejor defensa –concluyó, sonriendo.
-¿Defensa? ¿Endurecimiento? ¡JA! –rió el muchacho, estallando en una carcajada- No necesito de semejantes cosas, anciano… nadie ha tocado mi armadura con su espada, y aun si pudiera hacerlo, se destrozaría en mil astillas antes de herirme o causarme algún tipo de daño. Solo me interesa que mi armadura sea tan hermosa como yo merezco que lo sea, y que el nombre de mi familia sea visto por todos los presentes, pues mañana es seguro que seré parte de la Elite de Caballeros de la Corona.
-Pero, mi Señor, si me permite…
-No te permito nada –interrumpió el pequeño aristócrata- Haz lo que te ordeno y nada más. Si deseara tu opinión, te la pediría.

Uno de los pajes entregó al anciano una caja tallada de madera de roble con barras de oro puro dentro de ella. El anciano llevó la armadura a su taller junto con las barras de oro, y trabajó por largas horas en la confección del grabado solicitado por el joven, quien a cada instante lo apuraba y exigía rapidez en el trabajo. Dos horas más tarde, el anciano salió con la armadura finalizada, con una enorme águila dorada en el pecho de la armadura. A simple vista, parecía como si un pequeño sol hubiera salido de aquel taller.

-Hummm… decente –dijo el joven-. Te daré 1000 oros por tu tiempo, anciano, a pesar de que tardaste demasiado y no debería pagarte más de 400 oros, pero soy bondadoso y te permitiré comer mejor una vez en tu vida, más que sea.

El anciano recibió la paga, mientras el joven de oscuros cabellos observó como el anciano cubría con su cuerpo una lista de precios colgada en el muro, donde podía apreciarse claramente el valor de su trabajo realizado: 3000 oros, demora 3 días. El acaudalado muchacho ordenó a sus sirvientes coger la armadura y la tela roja, y se retiraron del lugar, no sin antes mirar casi como a un perro callejero al humilde espadachín que aguardaba su turno. Guardando los oros recibidos por su trabajo, el anciano observó al humilde muchacho dudar en acercarse a él o retirarse del lugar directamente.

-¿Qué sucede, joven amigo? ¿Tienes trabajo para mi?

El joven titubeó, antes de responder.

-Mis respetos, honorable maestro herrero… Vine aquí con la intención de solicitarle vuestra ayuda y servicios en pos de reparar y fortalecer mi armadura y espada, pues también debo enfrentar el combate final para la selección de los Caballeros de la Corona, y me temo que ambas están muy desgastadas luego del largo proceso de evaluación que esto ha requerido y los combates enfrentados en los viajes de casa a palacio y viceversa, además de no poseer un buen lugar donde guardarle a salvo de golpes y abolladuras.
-¿Y entonces, por que no me presentas tu armadura y tu espada, joven señor? –preguntó el anciano
-Pues, he visto como cubrió sus honorarios de la vista de su anterior cliente, y me temo que no poseo ni llegaré a poseer el dinero para honrar vuestro trabajo, ni para cubrir los materiales necesarios para dicha labor, mi Señor… -respondió el joven con profunda tristeza y resignación.

El anciano tomó de entre sus cosas un pequeño escobillón de mano y quitó el polvo que había sobre el mesón. 

-Coloca tu armadura y tu espada aquí, jovencito –le sonrió- quisiera observarlas, si me lo permites.

El espadachín puso el saco sobre el mesón del artesano y lo desató con sumo cuidado, evitando que sus desgastadas telas se rasgaran al desatarlas mal o demasiado fuertemente. Dentro del saco, una armadura plateada, algo opaca de polvo y desgaste, y con una serie de abolladuras por doquier era presentada, junto con una espada cuyo filo se encontraba dentado e imperfecto, aun con restos de metal en su hoja, probablemente de alguna que otra armadura que combatiera en manos del guerrero. Tanto la armadura como la espada poseían, casi difuso, el emblema de un león rugiente, desteñido y casi imperceptible para quien no se fijara en un detalle tan sutil como aquel. 

-¿De cuanto dinero dispones, hijo? –preguntó el anciano.
-Solo poseo 600 oros, mi Señor –respondió el muchacho, con los ojos algo brillosos y los dientes apretados por la impotencia de no poder regresar a casa honrando el esfuerzo de sus padres por proveerle de una armadura tan resistente y un arma de tal calidad, y de además tenerlas en aquel estado tan deplorable.
-¿Qué es lo que tienes en tus muñecas, hijo? –preguntó nuevamente el anciano, señalando dos especies de muñequeras metálicas que portaba el joven.
-Son un regalo de mi Padre, mi Señor –respondió- A falta de un escudo, y con el fin de no dañar en demasía mi espada, utilizo mis muñecas para protegerme de algunos embates a la hora de combatir.
-¿Y aquel pectoral y vuestras rodilleras y botas?
-Mi madre forjó estas piezas, mi Señor, con el fin de proteger mi cuerpo del ataque de las bestias y de posibles ladrones que encontrara en mi camino. Fundió joyas y bienes de su familia con el fin de proveerme de protección y seguridad en mi camino.
-¿Y el puñal en tu cinto?
-Es un regalo hecho por mis amigos en general, venerable señor –sonrió el joven, quitándolo de su cintura- con el fruto de su trabajo consiguieron comprarme esta arma por si llegaba a necesitarla en mi travesía, tanto para defenderme como para alimentarme (en la caza, por ejemplo) y para sentirme siempre acompañado y apoyado por ellos y ellas, en cada paso que daría en mi caminar.

El anciano sonrió, y observó una particular pieza que pendía del cuello del jóven.

-Que bello pendiente posees –sonrió- ¿Podría verlo, también?

El muchacho se quitó su pendiente y lo posó sobre las manos del anciano, que observó nuevamente al león rugiendo que viera casi desteñido en la armadura y la hoja de la espada. El muchacho observaba su armadura, su espada, el puñal y sus protecciones con notorio cariño y aprecio, llevando en ellas a sus seres queridos.

-Muchacho –llamó el anciano- He decidido reparar tu armadura
-Pero, mi Señor, no puedo pagar lo que merece tu trabajo… 
-Tomaré el oro que traes, pues debo alimentarme y cuidar la herrería, mas necesitaré pedirte algo más para poder terminar mi trabajo.
-Dígame, le escucho atentamente.
-Necesitaré de tus muñequeras, tu peto, tus rodilleras y botas, así como tu puñal, e incluso tu pendiente… Por lo que observo, son del material necesario para poder realizar mi trabajo.

El joven espadachín observó todas sus piezas, y su querido pendiente, regalo de sus padres, y un par de lágrimas corrieron por sus ojos. Dudó, largos momentos, ante la atenta mirada del anciano, y finalmente, aún con los ojos enjugados en lágrimas, asintió con su rostro a la petición del anciano, quien extendió un pañuelo a su cliente y se llevó las piezas a su taller. Trabajó en ellas por casi cuatro horas, mientras el joven observaba sus distintas creaciones y sacudía aquellas cubiertas por algo de polvo, como forma de compensar el aún insuficiente pago (según su punto de vista) en compensación del trabajo que realizaba el anciano.

Cuando las cuatro horas concluyeron, el anciano salió de su taller, con la frente sudorosa y sus mejillas enrojecidas, producto del calor con el que calentaba los materiales al fundirlos y luego fusionarlos con la armadura y la espada. Las puso sobre el mesón cubiertas con una antigua capa carmesí de borde dorado, y ante la sorprendida mirada del espadachín, una reluciente armadura plateada, con el León Rugiente tallado cuidadosamente en todo su frente, iluminaba todas las piezas en los estantes de la tienda, a la vez que desde sus renovadas hombreras pendía ahora la larga capa carmesí que antes cubría la armadura; a su lado, dentro de una cuidadosamente pulida vaina de bordes dorados y cubierta de plata encontró su espada, de pulida y reluciente hoja y de ahora dorada empuñadura, clamando por ser portada. Parecía más liviana que nunca, y más dócil que una pluma, y en cada movimiento el león tallado parecía realizar un rugido que quedaba dibujado en una estela ante los ojos del anciano y del guerrero. 

-Jamás podré pagar en su totalidad todo cuanto ha hecho por mi, mi buen Señor –tartamudeó el joven, notablemente emocionado-; me ha honrado con un trabajo perfectamente realizado y mucho más allá de lo que yo le he pagado.
-Un momento –dijo el anciano, y sacó de su bolsillo un pequeño saquito carmesí, similar a la capa que ahora poseía la armadura, y dentro de este sacó el pendiente que el joven le entregara. La figura del León ahora estaba cubierta de oro, y en su centro, una pequeña gema roja había sido anexada, como un regalo del artesano al joven guerrero.

-El otro muchacho me proveyó de tanto oro que estaba seguro no me pagaría lo que debía pagarme, y por ende guardé algo del oro sobrante para un trabajo que mereciera dicho honor.

Estrechando las manos del artesano, el joven guerrero se retiró con su armadura envuelta nuevamente en su saco, y se dirigió rápidamente a la Caballería del Castillo, donde pasaría su última noche antes del enfrentamiento final. Durante la noche, el humilde espadachín se dio un baño, oró por sus seres queridos y agradeció la oportunidad recibida, para luego irse a dormir. 

A la mañana siguiente, el coliseo local estaba repleto, pues ya se habían librado 7 de los 8 combates para elegir a los 8 nuevos integrantes de la Orden de los Caballeros de la Corona. Se rumoreaba que el último combate era casi como arrojar a un esclavo a los leones, pues uno de los postulantes era un conocido gran guerrero hijo de nobles de gran importancia en la aristocracia local, y el otro un simple pueblerino de las afueras de la ciudad. De ambos extremos del coliseo, emergieron las dos figuras; el aristócrata sorprendió a todos con su espectacular armadura de oro y el tallado del águila con sus alas extendidas, mientras que por el otro lado el pueblerino sorprendió a todos con su reluciente armadura de plata y el león rugiente en su pecho. Su larga capa carmesí flotaba en el viento casi rozando el suelo, pero sin llegar a hacerlo. Un Soldado Real los juntó en el centro de la arena, y explicó las reglas del combate: el primero en quedar desarmado e indefenso, perdería la prueba, y no era permitido causar daño mortal al adversario. 

-El pueblerino pierde –rió uno de los espectadores- ¡Apuesto 2000 monedas de oro a ello!
-Nadie te va a apostar –rió su compañero- es evidente que el ricachón vencerá…
-Yo le apuesto, joven –interrumpió una anciana voz, colocando los 2000 oros junto a los apostados por el confiado espectador.
-¿Estas seguro, viejo? –Rieron los presentes- No quiero abusar de un ingenuo como tú…
-¿Teme perder la apuesta, buen señor? –respondió el anciano herrero
-¡JAMÁS! –bufó el hombre, y estrecharon las manos en señal de cierre de la apuesta.

En la arena, el combate comenzaba. Ambas espadas relucían al sol del mediodía, y el León se lanzó en fervoroso ataque contra su rival, que esquivó sus primeras estocadas con notoria facilidad, y sin siquiera utilizar su espada para ello. Cada vez que evadía un ataque el Águila reía, burlándose de su rival, y le respondía con una estocada que dañara sus brazos, sus manos e incluso parte de su rostro.

-Está perdido, anciano –sentenciaba sarcásticamente el apostador

El Águila comenzó su ataque, y el León se defendió con maestría, sorprendiendo a su rival y la audiencia en general. El Águila atacó una y otra vez a la reluciente armadura plateada, y esta reflejó sus ataques por completo, sin recibir rasguño o daño alguno, y a la vez dañando parte de la hoja enemiga. La capa carmesí del León danzaba en compañía de su portador, y su espada comenzó a repeler los ataques enemigos, tornándose cada vez más ágiles y mejores sus contraataques y luego sus embates. El Águila dorada tallada en el pecho de la armadura comenzó a mostrar pequeñas grietas en su dorada estructura, y los ojos temerosos del espadachín aristócrata se tornaron estáticos y su piel pálida, del temor a recibir una estocada que le dañara físicamente. El León, rugido tras rugido de su espada, comenzó a destrozar con sus golpes la reluciente armadura dorada y quitándole su brillo a cada momento, mientras el Águila retrocedía paso a paso inclusive llegando a tropezar. Desesperado, lanzo golpes al corazón, los flancos y las piernas del León, mas su armadura supo proteger lealmente a su portador, y lo más que obtuvo su contendor fueron leves chispazos producto del golpe entre el metal y la hoja de la espada. 

-¿Pero que demonios? –exclamó el apostador
-Tu opción jamás ganará –dijo el anciano, confiado y sonriente
-¿De que habla, viejo loco? ¡Es un simple pueblerino!
-Va mucho más allá de eso, buen señor –sonrió el artesano.

“No es una cosa de técnica, de fuerza ni tampoco de diferencia de habilidad. Ambos son guerreros capacitados y fuertes, y poseen gran técnica y fortaleza, mas existe un abismo que los separa y que es lo que, desde su comienzo, determinó el final de esta batalla: la experiencia. El joven de familia acaudalada posee todo cuando ha querido tener y no ha debido enfrentarse a las dificultades de la vida pues su familia ha podido cubrir sus deseos y necesidades a la perfección y en su totalidad, inclusive proporcionándole lacayos que se encarguen de sus tareas básicas o de su cotidiano andar, por lo que este solo ha debido dedicarse a disfrutar de las riquezas familiares sin tener que por sus objetivos trabajar.

“Por su parte, el joven pueblerino carece de aquella riqueza material, y sus bienes no son más que aquellos que portaba cuando me conoció: una armadura vieja, abollada, una espada desgastada, un puñal de segunda mano hecho por aficionados y una pseudo-armadura que no resistiría jamás el embate de una buena espada o la mordida de un fiero animal. Pero todos ellos, junto con el pendiente en su cuello, poseen algo más que simple valor material: poseen experiencia, afecto, cariño, apoyo, amor, compañía, protección, esfuerzo, fracaso, tristeza, amargura, frustración, derrota, superación, lealtad, alegría, incondicionalidad; en otras palabras, poseen experiencias de vida, crecimiento real, poseen el saberse acompañado, querido y respaldado y poseen también la fuerza que da el caer y volverse a levantar. Poseen algo que el pequeño burgués jamás ha llegado a conocer: humildad, perseverancia, esfuerzo y tenacidad.

“Cuando el muchacho llegó a mi tienda, su humildad le llevó incluso a pensar en retirarse por no poder pagar mis honorarios para poder trabajar. A diferencia de él, el joven de gran fortuna me ordenó como si fuera un lacayo suyo e ignoró mis sugerencias, confiado en que, como con todo, volvería a ganar sin tener por nada que llegarse a esforzar, e incluso se dio la libertad de menospreciar mi trabajo y pagar mucho menos de su valor real. El otro, en cambio, a quien pedí los regalos que le otorgaran sus seres queridos, dudó y titubeó antes de responder, pero consideró que su paga sería muy poca y era lo menos que podía aportar, por lo que finalmente, luego de vacilar, accedió a entregarlas a mis manos, sin tener por que confiar en mi.”

-¡Eso no explica el por qué de que su armadura y su espada sean tan resistentes, viejo! –se quejó el apostador
-Estás equivocado –respondió el anciano- lo explica por completo; en su espada no solo está su fuerza, también forjé su perseverancia, experiencia, frustración y superación, además de sus tristezas y luego alegrías que le hicieron levantarse una y otra vez; y en su armadura, forje la protección, guía, cariño y preocupación de sus padres, el apoyo incondicional de sus amigos y seres queridos, su coraje y su tesón; y finalmente, en el centro de su armadura, tallé ese León Dorado, que representa su mayor fortaleza: su corazón aliado a su razón, y el amor que por sus sueños y seres queridos el mismo forjó en su interior.

En la arena, el rugido del León, mordía finalmente las garras del águila, destrozándola en millares de astillas y dejando la espada solo como una empuñadura con un trozo de hoja aún inserta en ella. La antes reluciente armadura se encontraba totalmente agrietada, al borde de convertirse en polvo y chatarra que casi perdía cualquier tipo de valor. La expresión del águila estaba paralizada por el miedo y el terror de la derrota, la inexperiencia y el dolor, emociones y sentimientos desconocidos por el joven hasta el día de hoy. Por su parte, el León cuidaba sus golpes procurando no herir a su rival, y tras la destrucción de la espada enemiga cesó su atacar, envainando su espada una vez más. Observando al juez del combate, sonrió y dijo “creo que ya no puede combatir más, y no quiero herirle ni dañar más su armadura, no creo conveniente continuar”. El juez, tan sorprendido como todos los espectadores y el mismo Rey, asintió ante el comentario del joven guerrero, y le declaró vencedor. Por unos instantes, el Águila derrotada pensó en atacarle por la espalda con la hoja que aún se encontraba prendida a su empuñadura, mas el adversario frente a él se veía a cada segundo más imponente y el solo recuerdo de sus estocadas y habilidades paralizaba cada músculo de su cuerpo ante el solo pensamiento de intentarle atacar. 

Tras la victoria, el humilde espadachín extendió la mano a su rival y le levantó del suelo donde aún se encontraba, poniéndolo de pie. 

-Fue una gran batalla –sonrió- estoy seguro de que la próxima vez lo lograrás.

El aristócrata se quedó mudo y observó a su rival alejarse, sin del todo comprender aún lo sucedido. Poco a poco su cuerpo fue volviendo a responderle, mientras la larga capa carmesí terminaba de tornarse indivisible a la distancia que se encontraba. En las tribunas, un anciano de barba blanca y enredada, en contraste con su reluciente calvicie, volvía a casa luego de una poco común jornada, donde el esfuerzo y la perseverancia le generaron ganancias jamás esperadas en un día de trabajo normal.

¡Al campo de batalla!

[4to escrito, aún quedan como 3 más... jejeje.]

El momento había llegado. Tras de mi, casi eran incontables aquellos que me acompañaban en mi objetivo. Habran sido cientos, que se yo. Y frente a nosotros, otros cientos estaban totalmente preparados para ir en el objetivo exactamente opuesto. Probablemente ambos bandos perderían muchos de sus integrantes en el desarrollo del proximo evento. Muchos se perderían al iniciar, otros en el intertanto, y pocos lograrían llegar sin contratiempos al objetivo que nos habíamos fijado, cada uno de nosotros. 

El campo estaba listo. Ellos, nosotros, y una gran brecha vacía entre ambos lados. Frente a frente, concentrados al 100% en alcanzar la meta deseada. Solo faltaba la señal. 

Una brisa corrió. Se extrañó la bola de espinos que diera más caracter a la situación, pero no siempre se puede tener todo.

Y ahí apareció. La señal que daba inicio a la campaña.

Como una sola gran masa, comenzamos nuestro caminar. Nuestros opositores hicieron lo mismo. Paso a paso, el suelo retumbó. Nuestras manos aferraban fuertemente aquello que cargaban, y se aprestaban al momento del gran choque, para evadir a los contrarios y vencer. Bum, bum, bum, bum, resonaban las pisadas, y finalmente los dos cabecillas nos encontramos frente a frente. Apenas y pude evadir la colisión, y adentrarme entre el mar humano que frente a mi se divisaba. De reojo pude percibir como algunos de mis compañeros eran detenidos por los adversarios, desviados e inclusive, devorados por la horda que enfrentaban. Me incliné lado a lado, me agaché, frené y avancé, evadiendo cual danza coreográfica a mis rivales uno tras otro. Era mi única oportunidad; si fallaba, mi vida podría quedar altamente en peligro. 

Sólo un poco más. Sólo unos pasos más...

El último adversario parecía estar dispuesto a impedir que alcanzáramos nuestro propósito. Se zigzagueó deteniendo nuestro avance, e inclusive hizo relucir una de sus herramientas, quizás para atemorizarnos. La señal de lucha comenzaba ya a desaparecer, y pronto vendría el cese de la batalla. Tres pasos, dos... uno... 

¡Listo!

Lo había conseguido. Celebré mi victoria en silencio, tras la agotadora tarea. A mi lado, y tras de mi, algunos de mis compañeros me alcanzaban, probablemente tan cansados y alegres como yo, tras la victoria obtenida. Pero no habría mucho tiempo para celebrar, pues otra batalla se nos presentaba en un costado.

La señal venía otra vez...

...la luz verde, nos indicó que podíamos cruzar la calle, otra vez, ahora en la calle lateral.

Una batalla sin final.

[3er texto que recupero de ese set de antiguos textos que estoy re-publicando. Esta debe ser la 1ra incursión que hice en este tipo de relatos. Habían 2 más pero que se perdieron en las bases de datos donde fueron publicados.]

No supe como pasó. No supe tampoco en que segundo se comenzó a hilar todo, para finalmente tenerte frente a mi, a mi lado, a solo un abrazo de distancia, solos tu y yo. Mi corazón latía tan aceleradamente que dificilmente pude seguirle el ritmo. Mi sangre hervía en mi cuerpo como si fuese a explotar por los poros, o a salir despedida cual volcán en tu presencia. Mis ojos, clavados en tu rostro, en tu cuello, en tus hombros, vivían una batalla campal deseosos de bajar desde tus hombros a tu pecho, tu cintura y tus caderas, batalla que sólo era detenida por la férrea razón que repetía para mis adentros, una y otra vez, "no ahora, no en este momento... y por Dios que me arrepiento de estar pensando esto". Tu sonrisa se develaba entre tus palabras y tras tus labios, al tiempo que mis manos se ocultaban bajo mi torso que se apoyaba en ellas, o en el pliegue del bolsillo donde, casi como enfundadas, las replegaba de ir hacia ti. Tu perfume, tu aroma, y tu aliento embriagaban mis sentidos y comenzaban a actuar cual sedante o cual licor, y mis defensas y la razón comenzaban a festinar con mi debilidad y a clamar, conjuntamente, "¡hasta cuando carajo vas a esperar!". Y entre palabras y palabras, mirándote a los ojos, y tu con tu mirada provocativa clavada sobre los mios, las cadenas de mi control se resquebrajaron en mil pedazos, y casi como un cazador que encuentra a su presa, mis manos, mi cuerpo y mis labios se "abalanzaron" sobre ti. En menos de diez segundos, tus manos eran capturadas y sometidas por las mías, tus labios silenciados por mis besos, y tu vientre se agitaba y comprimía mezcla de la sorpresa y el placer. En menos de quince segundos tus manos se liberaron de mi, y arrancaron mi camisa quitándole toda oportunidad de alguna vez soñar con portar botones otra vez. A los veinte segundos, mis dientes se convirtieron en expertas tenazas y pinzas, que arrancaron casi quirúrgicamente los botones de tu blusa, develando frente y cerca a mis ojos tu pecho oculto tras aquella negra ropa interior que tanto me provocaba (y lo sabías), y me invitaban a sumergirme entre ellos y entre su calor y su perfume.

Pude notar como, cuando cedí a dicha invitación, tu mentón se elevó hacia el cielo y tu rostro se inclinó hacia el muro. Pude notar también como tu cuello era, en ese segundo, presa fácil de una mordida o un beso, e inclusive un deleite de mi lengua. Mas era una decisión dificil, elegir entre tu cuello y quedarme entre tus pechos... con la meta de infiltrarme tras su última defensa textil. Y no tuve mucho tiempo para decidirme: tus manos, libres por completo de mi captura, se sumergían entre mis cabellos y los apresaban entre tus dedos, forzándome (y sin que opusiera resistencia alguna) a cumplir mi rol de cuasi-espía, e infiltrarme en la intimidad de tu regazo, como si tu corazón me hubiese querido susurrar al oído. Así, besé cada uno de tus pechos milimétricamente, recordando en mis labios cada centímetro de su piel, de su forma, de su tibieza y de su dulzura. Hice mías las cumbres de ambos, y los coroné con una fresca brisa que desató un pequeño huracán en tus labios.

Como una ola sorprende al descuidado bañista, tu fuerza y energía desatada me sorprendió a mi. Casi como si fuera una hoja de papel, me empujaste a tu costado e inmediatamente fuiste tu quien estaba ahora sobre mi. Tus pechos desnudos me apuntaban, y me llamaban a volver a ellos, mas tus manos y tu sonrisa picaresca me negaban tal acción, provocado tu risa ante mi frustrada empresa. Consciente de que ahora era captivo, y no captor, decidí observar y someterme a lo que tu decidieras, buscando el momento de recuperar mi sitial, o abandonarme a la seducción de tu captura. Irónicamente, mi captora me liberaba del cinturón que atrapaba mis jeans, celebrando una fiesta de independencia al derrocar el reinado del botón y el cierre, reemplazándolo por el de tus largas y cuidadas uñas, y tus manos. Y por lo visto, no fue solo en mi que se desató aquella revolución; tu ejército conquistador también decidió hacer causa común con tus jeans, y removerles de la misma tiranía. Y a la vez se potenciaron: no sólo derrocaron al gobierno de turno, sino que quitaron las banderas de mezclilla nacional, alzando las de la nueva República de la Piel Desnuda. Apenas y pude percatarme que no solo te posesionaste del país mezclilla, sino también de sus respectivas capitales interiores. A duras penas soportaba (si, como no) el castigo (¡ja!) al que era sometido (seguramente), cuando, no contenta con toda la revolución por ti desatada, quisiste además conquistar la libertad de mi ejército, envolviéndola en la suavidad y calor de tu tropa. Ahora era yo quien reclinaba el rostro hacia el muro y el mentón hacia el cielo, mientras tu risa entrecortada por suspiros se burlaba de mi sumisión a tu campaña.

No podía seguir así. Era hora de poner órden en aquella situación.

Raudamente me levanté, haciendo gala de mis abdominales, y atrapé a la invasora entre mis brazos, estrechandola contra mi piel. Sorprendida, tu rostro y tus suspiros se acrecentaron cuando no sólo te estreché, sino que me puse de pié contigo en mis brazos, fundida tu piel con la mía. No sé cuantos erúditos autores se desplomaron al piso en mi camino contigo hacia la ducha, ni cuantas filosóficas teorías se dieron de bruces en mi casi desbocado caminar, ni me importaba realmente. Sólo sentía como tus manos se clavaban en mi espalda para no soltarse ni caer, y como tus piernas se cruzaban tras mi cintura de una forma que ni el mejor koala podría imitar. Afortunadamente para la cortina de mi baño, desde antes de tu llegada se encontraba ya arriada, por lo que pudo escapar del vendaval que éramos nosotros dos. Sentí como tu piel se estremeció contra las frías cerámicas que cubrían el muro. Y me contagié en parte de ello, pero rápidamente, besando tu cuello, suspirando en tu oido, y estrechando tus caderas con mis manos, fueron las cerámicas quienes ahora se estremecieron de calor ante nosotros. Besé tu cuello, y tracé la ruta a tus labios con la punta de mi lengua, así como el camino alternativo a tus hombros, tu espalda, y tu pecho. Tus piernas subían y bajaban por mis caderas y mi espalda, causando, colateralmente, que una tibia lluvia cayera sobre nosotros, rodeando de húmedo vapor nuestros ya húmedos y sudados cuerpos. Besos iban, mordidas venían; mis manos estrecharon tus glúteos, y las tuyas los míos. No sé cual de nuestras respiraciones estaba más agitada. Inclusive creo que estaban fundidas en una sola. Parecía casi como si hubiéramos terminado de correr una maratón eterna, luchando codo a codo por ganar. Tu tibio aliento humedecía mis labios, mientras las gotas de la tibia lluvia salpicaban los tuyos. Mi aliento te imitaba. Y de pronto, tan rápidamente como comenzó esta batalla, nuestras miradas izaron dos banderas blancas no de paz, sino de tregua. Y como toda tregua, merecía una celebración, una reunión entre ambos estados. Yo estaba en ti, pues tus fronteras me permitieron el libre paso hacia tu ser. No más alientos fuertes, no más respiraciones tensas, no más uñas marcadas sobre mi espalda. Mis brazos ahora no te atrapaban, sino que te rodeaban. Tus piernas ya no luchaban con mis caderas, sino que se sumaban a su rítmico movimiento. Los suspiros ahora eran variados, desde muchos hasta pocos, desde bajos hasta altos. La tibia lluvia seguía cayendo, y junto con ella, fuimos descendiendo hasta llegar al lago que ya se había formado tras la previa tempestad. Con mis brazos a tus costados, te observé cara a cara, y mis caderas retomaron el ritmo que antes habían establecido. Las tuyas quisieron oponerse y plantearon una nueva sinfonía, que gustoso quise acompañar. Tus manos acariciaron mi pecho, mientras yo, con mis ojos cerrados, percibía tu tacto en mi piel, completamente.

Doblé mis brazos y me apoyé sobre mis codos, para liberar mis manos y acariciar tu rostro. Tu piel, suave y tersa, invitaba a mis palmas a posarse sobre ella, acariciando tu mojada cabellera y tus perfectas mejillas. Y el ritmo continuaba, la sinfonía se acercaba ya a su clímax. Rodamos sobre aquel lago una y otra vez, tu sobre mi, yo sobre ti. Nos sentamos, me diste la espalda, nos situamos frente a frente, nos apegamos como si solo hubiera un lugar donde teníamos que permanecer los dos juntos. No necesitábamos vernos la cara para saber como estaba el otro. No necesitábamos vernos los ojos para saber el éxtasis de cada uno, aún cuando al vernos a la cara nuestro éxtasis estallaba y se desbordaba. Perdí la cuenta de los minutos y las veces que nuestro encuentro parecía cesar, y se reiniciaba.

Poco a poco, tanto tú como yo, comenzamos a sentir el cansancio y las últimas fuerzas de las incontables batallas sucedidas. Era la hora de finalizar la guerra (al menos de ese día) y decidir al vencedor. Muchas veces estuviste a punto de derrotarme. Muchas veces te derrotaba yo, pero tenías la ventaja que esas pequeñas derrotas no eran ni un ápice de la real derrota a la que debía (y quería) hacerte llegar. Y, casi como un silencioso tratado y acuerdo en la intimidad, juntamos nuestras bocas y entrelazamos nuestras lenguas, al mismo tiempo que en el puente que nos unía, se sellaba la paz al mismo tiempo (por ese día). Los suspiros ya no eran ni aguerridos, ni tampoco confundidos; ahora eran suaves y tranquilos. En tu rostro se dibujó una sonrisa, y tus dedos, ahora ya veteranos conquistadores, se sumergieron nuevamente en mis cabellos pero con cuidado y suavidad, mientras apoyabas tu rostro y tu cabeza sobre mi hombro y mi pecho. Mis brazos te cobijaron, y nuestras piernas se entrelazaron. La tibia lluvia no cesaba de caer, y nos invitaba casi a un profundo sueño, el cual no quisimos conciliar. Nos miramos a la cara, y sin palabras nos amamos y nos besamos, casi tanto como hacía pocos minutos atrás.

Por una ventana y entre el vapor que nos rodeaba, los primeros rayos del alba se asomaron. Como si fuera el final de una película, un coro de gorriones recibía el nuevo día, y celebraba nuestra conjunta victoria. Y al mismo tiempo, en nuestros cuarteles generales, nuevas estrategias eran trazadas en una silenciosa "guerra fría", donde la recién pactada tregua no era otra cosa sino una pausa... Una pausa, en esta hermosa y permanente guerra, donde como fuera éramos victoriosos los dos.

Libertad

[Segundo de los escritos siendo recuperados y transcritos aquí.]


-Y si... ¿que mejor?
-No lo sé... no me convenzo aún del todo.
-Vamos, ¡te garantizo que será una experiencia única e inolvidable!
-Es posible...

La fuerte brisa que surcaba las grietas de aquel árido suelo levantaba de entre estas pequeñas nubes de tierra que espantaban a las diminutas moscas que volaban alrededor. La tarde jugaba con el clima entregando una cálida puesta de sol acompañada del frío de su aire, cepillando la poca vegetación existente. Alguna que otra serpiente asomaba su cabeza y con su diminuto látigo amenazaba a cualquiera que quisiese acercarse, aunque en aquella soledad dicha probabilidad era casi nula. Poco a poco el descenso del sol iba extendiendo el oscuro manto sombrío sobre la tierra. Y en la más alta punta de aquella quebrada, la discusión continuaba.

-¿Ves aquel río allá abajo?
-Por supuesto que lo veo. De allá veníamos, ¿recuerdas?
-Tienes razón, pero no es necesario que utilices tu sarcasmo -acotó con cierta molestia-. Pero en fin, el río es profundo y a esta hora su caudal crece. Y se hace más y más profundo. ¡Vamos!
-No lo sé... ¡¡no lo sé!! ¡Me estás pidiendo demasiado!

En el cielo, el sol comenzaba a ceder su territorio y la luna hacía su magistral entrada. Aquel manto sombrío poseía un agujero de luz en él, reflejada en el creciente río. Pequeñas luciérnagas flotaban como estrellas diminutas, notoriamente alteradas por la presencia de aquella pareja. Mas su furioso volar era casi como presenciar una lluvia de estrellas en pleno ocaso del día. El sonido de las aguas reverberaba en el precipicio, fortalecido por el eco del vacío. La gran altura de dicho precipicio inclusive permitía oír los saltos de los audaces peces que desafiaban la corriente en búsqueda de alimento.

-Es la última vez que te lo planteo. Si no te gusta, iré solo.
-¡No me hagas esto! ¿Que haré yo si te vas solo?
-¡Entonces, ven conmigo! -exclamó sonriente, tendiendo su mano. 
-¡Es que no lo sé! ¡Me parece una idea por demás absurda!
-Perfecto, entonces... ¡Adiós!
-¡¡Espe-- su intento fue en vano, pues la decisión de su acompañante era absoluta. En un abrir y cerrar de ojos giró sobre sus talones y, enfrentando el precipicio, retrocedió tres pasos que luego recuperó con agilidad y fuerza, culminando el momento con un gran salto para luego arrojarse al abismo. Llevaba la camisa semi abierta, por lo que esta danzó con el aire que entraba a través de sus mangas y sus ojales, mientras sus brazos se extendían a los costados y sus cabellos perdían su rizado natural para tornarse lisos hacia su espalda. Sus piernas iban rígidas, los pies en punta, fuertemente atados para no perderlos en el descenso. En esa postura, no podía observar la cara de horror y pánico que había quedado impresa en quien había quedado atrás. Libre, libre de todo, de toda regla natural o lógica, volaba a través del vacío en vertiginosa caída, mas su felicidad era imperturbable. Giró en el aire, cambió de posturas, apreció el horizonte recostado en la nada y se dio el tiempo, inclusive, de realizar algunas acrobacias apoyado por la libertad de su cuerpo. Vio pasar tras de él algunas raíces que buscaban el agua de aquel río que cada noche crecía casi hasta el tope del abismo durante el verano, pero que en primavera solamente alcanzaba un tercio de su capacidad. Pudo sentir en su piel como el aire se humedecía, así que se preparó para el momento del chapuzón. Mas sus cálculos no habían sido del todo correctos, y el río no había crecido ese día, dejando un torrente capaz apenas de cubrir a un pequeño recién nacido de pié. La sorpresa de tan infortunado suceso congeló su rostro y aquella alegría que lo inundaba minutos atrás se esfumó por completo, dibujando en su rostro una perfecta fotocopia del rostro de su acompañante que apreciaba con horror lo que sucedería. Poco a poco la superficie se hacía más y más cercana: el impacto era inminente. 

Y sintió su rostro atravesar aquella delgada tela de agua para sentir como la tierra le llamaba, burlescamente, a regresar desde donde comenzamos, según lo profesaba su religión: "del polvo vienes y al polvo volverás". Y ahí fue.

Ahí fue donde despertó, de un salto, de su cama, suspirando "Maldición... volví a fallar hoy. Tendré que intentarlo de nuevo mañana, ojalá y pueda saltar acompañado esta vez. Pero por lo menos ahora el río creció un poco". Luego de reír ante su fallida proeza, decidió volver a dormir.

-Y si... ¿que mejor?

El Descanso de un Caballero.

[Este es un texto clásico mío, de hace muchos años atrás ya, y u no de mis favoritos. Es de los que más cariño le tengo, y que se perdió junto a la base de datos de mi antiguo sitio, pero que traigo ahora nuevamente a este, junto con algunos otros escritos por venir también. Fue recuperado desde la copia en el sitio LosCuentos.net, donde ha sido leido 288 veces y con muy buena aceptación del público.]

 "Sin duda alguna, se combate mucho en esta vida.

Desde el nacimiento, comenzamos a luchar por valernos por nuestra cuenta. Creo recordar en lo más profundo de mi alma como mi cuerpo reaccionó al notar la pérdida del vientre materno como hogar y tutor, y tener que comenzar a valerme por mi propia cuenta. Lloré, grité y pataleé, pues eran mis únicas armas para luchar en ese momento. Así consegui alimento, cuidado, cariño y atención, a la vez que aprendí que abusar de mis herramientas no complacería más extensamente mis deseos, sino que me haría pagar mi mal uso con lejanía o "indiferencia" de mis padres, enseñándome desde los comienzos de mi vida, a respetar.

Ya un tanto más grande, debí combatir para ganarme un lugar en la sociedad y en el mundo actual. Probé dagas, cuchillos, arcos y espadas, probé tiros a distancia, combates cuerpo a cuerpo, ataques desde las sombras, y finalmente seguí el camino de un Caballero. Juré honrar mi espada, mi escudo y mi casta, asi como aplicar las enseñanzas aprendidas solo cuando fueran requeridas, y no por beneficio personal.

Viajé por continentes, ciudades, paises y cavernas, enfrenté los más intensos calores de las desiertas arenas hasta los más gélidos frios en las tierras de la muerte o las cavernas de alguna olvidada ciudad. Pise las más verdes praderas en el cielo y en la tierra y fui cubierto por los copos de nieve de las tierras más lejanas y esplendorosas, siempre combatiendo por mi vida, y por sobre todo, por mi gente, mi país y la Corona. La hoja de mi espada debió ser restituída o renovada tantas veces como combates enfrenté, y mi escudo debió ser pulido, desabollado y refaccionado tantas veces como me defendió. Y también porté en mis hombros una capa, compañera inseparable de las duras jornadas, cubriendo mi piel de los frios o del ardiente sol. De mi maestro recibí las mejores enseñanzas, así como la casi "ley" que guiaba su caminar: jamás bajar los brazos frente a lo que debas enfrentar. Su palabra fue ley en mi vida, e incluso en las peores circunstancias, incluso en la intimidad de mi soledad, jamás bajé los brazos y siempre estuve preparado para luchar.

O eso pensé, hasta cierto día.

El día que tus ojos se cruzaron con los mios, todo aquello por cuanto luché y luchaba pareció insignificante. El día que te vi sonreir, mi corazón estableció en sus raíces el asta de tu bandera y tu reino, y te coronó como su Monarca y dueña. El día que cruzamos las palabras en mis oidos como música estas resonaron y se impregnaron, y cuando finalmente besé tus labios sabía que había encontrado a quien todo guerrero busca: el ser amado. A tu lado aprendí a ver la vida más allá que solo combates, honor y gloria, aprendí a disfrutar de las estrellas, del sol y de la tarde, aprendí a escuchar en las brisas de la noche el susurro de tu silencio y en el brillo del sol el destello de tus ojos. Contigo fui ascendido sin ceremonia a Alto Caballero, por tu vida mi espada se volvió cien veces más certera, resistente y afilada y mi escudo mil veces más sólido, imbatible e impenetrable. Y también, desde que te conocí, viví las batallas más duras y dificiles que jamás imaginara en la vida: las batallas del amor, y por tu amor, contra quien o que se pusiera en nuestro camino. Contigo mis brazos se hicieron más fuertes y mi corazón más activo, y contigo las palabras de mi maestro tomaron mayor importancia, pues jamás bajaría mis defensas en pos de cuidarte y velar por protegerte.

Sintiéndome orgulloso de ser quien ya era, de haber encontrado finalmente el estandarte de mi lucha y la compañera de mis días, me presenté ante mi maestro una vez más y compartí con él mis experiencias y pensamientos. Me jacté indudablemente de mi eterna resistencia y de jamás bajar los brazos por ningún motivo, y siempre estar listo para el combate. Para mi sorpresa, el sabio anciano no solo no pareció alegrarse por lo dicho, sino que además me observó con un dejo de preocupación. "No te sientes cansado, muchacho?" me dijo, a lo que sorprendidamente respondí "Claro, maestro, como todo ser humano... pero eso no impedirá que mantenga mi guardia siempre en alto, sin decaer, para enfrentar cualquier hecho que pueda acontecer", buscando reafirmar mi postura, ganarme su respeto y además ser digno de su orgullo. El anciano sin embargo se levantó, salió del cuarto y estando a mi lado murmuró: "aun te falta lo más importante por aprender, mi joven guerrero; aun te falta conocer donde se encuentra el descanso de un Caballero".

Ante sus palabras no pude evitar sentirme muy frustrado. Volví a la batalla sin cesar y destrocé bestias, amenazas y guerreros de todo tipo sin dudar. Protegí a mi gente, a mi ciudad y los intereses de la Corona, y velé sin dudar por el cuidado de mi amada, mas aún el lugar por mi maestro mencionado no podía encontrar.

Las cosas siguieron igual, batallando día a día, intentando cuidar de ti y protegerte de todo cuanto mal pudiese haber, así las fuerzas ya parecieran abandonarme; te quise hacer sentir amada, protegida y valorada, y no dudé (ni dudaré) jamás en ser uno con mi espada, capa y escudo para protegerte, mi bienamada, a pesar que internamente las fuerzas las sintiera ya exhaustas y que no pudiese más. A pesar de ello, mis brazos no bajarían: yo debía dar más.

Y fue ahi, que tras la última batalla, te acercaste a mi lado y me abrazaste. Observaste mis ojos otra vez, y con tu dulzura, me desprendiste de mi arma y mi defensa, al igual que de mi capa protectora. En menos de un segundo quitaste de mi aquello que miles intentaron antes y perecieron en dicho intento, y tampoco me resistí. Para mi sorpresa, vestiste la capa sobre tus hombros, prendiste el pesado escudo a tu brazo y con algo de dificultad, pero no de determinación, blandiste la espada una vez más. Y durante el silencio de la noche, con las estrellas solamente observandonos, me recostaste sobre el tronco de aquel árbol que tantas veces nos cobijara con su sombra, y con tus brazos mi cuerpo rodeaste. Cubriste con la capa nuestras siluetas del frio, y pusiste el escudo frente a nosotros, listo para defendernos de cualquier cosa que pudiese venir; y a su lado, la espada estaba preparada para aliarse al escudo y la capa en la misión que en ese minuto ya realizaban. Sorprendido y algo estupefacto, sin saber que hacer, sentí que finalmente mis brazos comenzaban a caer. Ante el miedo o la preocupación de fallar en mi causa, tu beso me calmó, y tu voz en mi oido finalmente a mi temor calmó:

"Dejame ser yo, ahora, quien te cubra con la capa, te proteja con el escudo y te defienda con la espada, que por tanto tiempo para protegerme a mi y a tantas personas has portado, mas que sin darte cuenta no has permitido que de ti hayan cuidado"

Senti como mis brazos cayeron finalmente a tus palabras de ternura, amor y preocupación. Sentí también como, apoyado al lado de tu corazón, todo se hacía más tranquilo, más relajante y más pacífico. Como no me sintiese desde mi nacimiento, me sentí protegido y cobijado, y en tus brazos me quedé enredado, escuchando la melodía de tu corazón cantándome un dulce "aqui siempre estarás cuidado, y a salvo". Y entre tus brazos y tu corazón, embriagado de tu beso y de tu voz, encontré la respuesta a las palabras de mi maestro; no es en otro lugar, sino en el regazo de la mujer amada, que se encuentra El Descanso de un Caballero."